Cuenta el evangelista, en su libro de la Biblia, que una vez le preguntaron a Jesucristo qué era la verdad. Y el Maestro, el hijo del carpintero José, el mismo Nazareno, cogió la de Villa Diego y dejó la polvareda atrás. Su silencio fue la respuesta.

 Y a nadie debe sorprenderle la actitud del que posteriormente sería crucificado, porque estudió con los esenios, conoció la filosofía y la sabidurías, que no son lo mismo ni son iguales, de los egipcios, los hindúes y de otras culturas milenarias. El que salió del vientre de

María no caía en ganchos. Hasta de la muerte se zafó al tercer día.

 Entonces, ¿cómo es posible que tantos necios de hoy andan buscando la verdad o se creen dueños de ella? Es el colmo de los tiempos de la sociedad líquida, del hombre light y de la posverdad, que con una aparente media verdad construye una inmensa mentira.

 Pero debemos soportar a los científicos que manejan las ciencias naturales o llamadas ciencias exactas, como las matemáticas, por ejemplo. Ellos se creen con la escurridiza verdad. Tienen la dicha de probar que en cualquier lugar del planeta Tierra que presenten los resultados de sus estudios será igual.

 Ciertamente, así es. Verbigracia: dos más dos, serán cuatro en cualquier parte. Claro, siempre que no aparezca un bufón que responda a un poderoso la pregunta sobre cuándo son dos más dos.

Ese infeliz, servidor de copas rotas, seguro que responderá: “Eso depende, mi jefe, de cuánto Ud. quiere que sea.” Valla que se la trae el tipo ese.

 Ahora bien, lo que resulta verdaderamente dramático es contemplar a dos o más abogados o fiscales o jueces, lo mismo da uno que el otro porque son juristas, discutiendo sobre la verdad en una cuestión de derecho.

Poco importa que se trate de la teoría del caso, elaborada por el litigante, o de la acusación, sustentada por el Ministerio Público, o de la sentencia que resuelve el caso, evacuada con pujos por el honorable magistrado.

En efecto, ese debate sobre la verdad en una cuestión de derecho entre profesionales de las ciencias jurídicas, como si fueran espadachines lingüísticos, da mucho que pensar.

 Hasta el grado que tuve la desdicha de verme involucrado en un escenario en que se peleaba a brazos partidos para probar cada uno su verdad. Y, cuando se dieron cuenta que me quedaba como un convidado de piedra, al más desesperado se le ocurrió la brillante idea de pedirme que dijera cuál de ellos tenía la verdad.

Confieso que he vivido, respondí, pensando en el viejo Pablo Neruda. Di media vuelta y agregué: “Con permiso, vengo ahora.” Creo que son capaces de estarme  esperando todavía. Fueron entrenados para llevar toda discusión a las calendas griegas.

 La verdad jurídica solo existe más que en la cabeza de los muy creídos en mitos.

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