En estos días, mi mente revoloteó en torno a los acontecimientos de la revuelta de abril, de 1965. A mi memoria asomó el momento cuando los guardias del CEFA, cruzaron el puente Duarte. Recordé que, hasta hace poco tiempo, veía en el barrio aquella huella constitucionalista.
Esa seña impregnada por fuego de bala, la observé con frecuencia cuando visitaba la calle Barahona, en la profundidad de su tramo empedrado próximo al puente Duarte. Permanecía en la pared de una casona señalada con el número 20. Precisamente, en la esquina de la boca de un callejón que conducía al patio.
Aquella mancha negra fue afrenta del color azul cielo de esa vivienda. Fue vomitada por una metralleta de un marino-rana, afincado en el lugar precitado. Disparaba contra los guardias que, con la gorra al revés, casi a gachas, uno detrás de otro, cruzaban hacia la parte occidental.
Mientras él, vestido de negro descargaba; yo, con pantalones cortos, sostenía una correa de municiones que resbalaban hacia la recámara del artefacto, cuyo nombre, origen y precisión todavía ignoro. Mi endeble figura de entonces sobresalía. Pude ser diana de un disparo, ya que, según dijo un guardia del Ejército Nacional, distaba a unas 600 yardas.
Ignorancia mía como imberbe, y negligencia del hombre rana que disparaba. Y, aunque pude ser alcanzado por un proyectil, increíblemente, un hombre llamado Roberto que observaba justo al frente del muro de la estación de gasolina ubicada en la Vicente Noble, cayó abatido por una bala que le penetró por la boca.
Su cadáver fue enterrado en el lugar donde cayó exánime. Hoy ese trecho está asfaltado, y pocos saben que los restos de una persona están sepultos en aquel lugar.
Tal vez Roberto, que estaba a una distancia de poco o más de 100 metros, fue impactado porque se encontraba en la parte alta de la calle Barahona.