Hace trece años -dias más, días menos- tuve un severo ataque de nostalgia. Sentía la necesidad de contar una historia que revoloteaba en mi cabeza pujando por salir. Ver la luz, entrar a un vibrante mundo que le pertenecía.
Fue como un parto. La criatura reclama su derecho a existir, a respirar el mismo aire que nos da vida. Personajes y situaciones de ficción se entremezclan con la realidad. Discutían entre ellos, procurando cada cual su espacio, oficio o compromiso. Incluso, protagonismo y dignidad.
Me vi, de pronto, metido de lleno en estas discusiones. Confrontado por los propios personajes y los tiempos que la historia me empujaba a crear, a esculpir o diseñar a imagen y semejanza de participantes auténticos, reales. A reír, llorar, alegrarme, preocuparme junto a ellos. En fin de cuenta, se trata de los mismos que habían plantado la simiente de esta historia.
Contradicciones, apegos y desapegos, envueltos en la magia y la dialéctica que demandan todos los cambios, contribuyeron a darle ritmo y construir en ella la lírica -más bien, la poesía- que le dio color.
En perspectiva, todo relato debe ser tridimensional, y este no podía estar excepto de esta norma. Pues bien. Así nació, creció y se desarrolla Fe Luna. Ninguna obra -sobre todo si es de ficción-, termina de escribirse. Tampoco agota su proceso de desarrollo. Cada generación, incluso cada lector, le pone un punto final, tan propio y particular como puede ser.
La novela cuenta una historia inventada sobre hechos reales acontecidos en mi Esperanza, en los años 60 tras la caída de Trujillo. Si tuvo el propósito de exagerar o enrostrar una realidad, defectuosa como todas las que rechazamos, no sé si cumplió su cometido. Lo cierto es que la sola presentación de esos hechos constituye un enunciado o denuncia. Y esto, además de ser un llamado, es ya un apreciable aporte. Como lo es siempre el deleite de leer y escuchar un buen relato de cosas transcurridas.